viernes, 29 de abril de 2011

Pequeño texto

Como cada mañana, salí de mi casa de Embajadores con parsimonia, respirando el aire fresco de las primeras horas del día. Ya había sacado de paseo a Axel, así que podría air a donde quisiera sin ninguna prisa. Tras discutir mentalmente conmigo misma, decidí acudir cerca del Barrio de las Letras, a “la cafetería de los dolores”. Así la llamé hacía tiempo, pero la verdad es que me encantaba ir a ese sitio, sentarme en una mesa cualquiera y dejar pasar el tiempo ojeando un libro. Llegué allí en unos veinte minutos y, es extraño, al ver la pintura verde de su fachada y sus vidrieras, una sensación de bienestar y satisfacción me embriagó. Aunque no era la única vez que me pasaba. Será la alegría de volver a un lugar querido, de recibir de nuevo los recuerdos pasados que se encontraban escondidos en lo más profundo de nuestras mentes.
Abrí con curiosidad la puerta, y la campanita sonó, descubriendo mi presencia. Sonreí en el acto, sabía que Juan, el dueño, se giraría para verme. Pero no estaba.

   - Buenos días, Lucía - mantuve la expresión sonriente al recibir el saludo de la mujer de Juan, Elisa.

   - Buenos días, qué extraño no ver al señor Vellana - dije con disimulado interés.

   - Verás, preciosa, es que mi pobre Juan volvió a coger fiebre y lleva en la cama unos días. Pero no te preocupes, dice que en cuanto mejore, pegará un salto de la cama para volver al trabajo. Yo le digo que por su edad, seguro que acabaría herniándose. - rió agudo, de forma graciosa y tierna.

   - Siempre tan optimista - reí - eso sí, lleva un año algo complicado…

   - Ya ves, pero él se lo busca. No quiere ir al médico por mucho que le insista. Siempre llamándolos matasanos. Y yo le digo que no, que lo que hagan lo harían por su bien. Pero nada.

Mientras hablaba, giré la cabeza hacia las mesas. En el piso de debajo se encontraba una pareja de estresados hombres, trajeados y con portátiles sobre la mesa; y una mujer, Estela, con la cual ya mantuve alguna que otra conversación (ella también es cliente habitual de la cafetería). Me levantó la mano como saludo y yo le sonreí. A continuación, alcé mi vista al segundo piso. En un primer momento creí no ver nada, pero un breve movimiento me mostró mi error.

Allí, solitario, un chico de unos veinticinco años leía un periódico. Tenía el pelo castaño cuidadosamente peinado hacia atrás con gomina, unas gafas de pasta negra cubrían sus ojos y llevaba una barba de unos pocos días. Portaba un jersey gris, con una corbata negra y, bajo la mesa, asomaban su par de zapatos oscuros.
Elisa descubrió mi búsqueda de un lugar en el que sentarme, mientras asía un platito.

   - Siéntate donde quieras, cielo, ¿qué quieres tomar? Aunque mi marido no esté, aquí seguimos mi sobrino y yo, ocupándonos del negocio - volvió a reír.

   - ¿Sobrino? No sabía que tuvieran un sobrino - pregunté extrañada. Juan me había contado cientos de anécdotas sobre su vida, pero nunca mencionó la existencia de ningún familiar a excepción de su hija, un tío suyo de Extremadura que falleció hace muchos años y, claro, su mujer.

   - Bueno, sobrino, sobrino, no. Es el nieto de mi hermana, que en paz descanse, pero lo queremos como un sobrino. ¡No! Como a un hijo. Carlos, ¡Carlos! Ven, que te quiero presentar a alguien - gritó dirigiéndose a la puerta batiente que escondía tras de sí la cocina - dijo que quería ayudarnos, ya que ahora que está en vacaciones y nosotros lo acogemos en casa para que se permita estudiar aquí, en Madrid. Es un sol.

De la cocina salió un chico alto, con la cara un poco chupada. Era muy delgado, a diferencia de Elisa y de Juan. Tenía el pelo rubio y algo largo, ojos marrones claros y un piercing en el labio inferior.

   - Carlos, esta es Lucía. Lucía, Carlos.

   - Encantada Carlos - extendí mi mano. Nos fundimos en un apretón, la suya estaba temblando.

   - Lo mismo digo - asomó una sonrisa.

   - Lucía, ¿qué vas a tomar?

   - Ah, si, lo siento. Lo de siempre, zumo de naranja y leche sola.

   - Ahora mismo - dijo Elisa, ya recorriendo frenéticamente el pasillo de detrás de la barra.

   - Así que estás estudiando - le dije a Carlos, que permanecía de pie e inmóvil.

   - Si, acabo de terminar segundo de Bellas Artes - se paró un momento mirando al suelo - pero, ¿no te sueno de nada? Yo te veo mucho por los pasillos, pero no conocía tu nombre.

Abrí los ojos con notable sorpresa. No recordaba haberlo visto nunca, y ya era mi tercer año en la universidad. Aunque bien es cierto que muchas veces creemos conocer a mucha gente y desconocemos a demasiados, como futura periodista no podía dejar escapar tantas caras que me rodeaban en el día a día.

Sin poder contestar, uno de los hombres de la mesa alzó su mano y, cuando Carlos miró, hizo un gesto imitando el movimiento de la escritura. Elisa mantenía su ritmo de trabajo ausente a todo, exprimiendo las naranjas, depositando la taza bajo la máquina que dejaba escapar ruidos desveladores de su antigüedad.

   - ¿Me disculpas? - me dijo el chico alto y rubio, dirigiéndose hacia ellos.

Aunque yo le seguí detrás, vi conveniente sentarme ahora que no tenía nada más que hacer. En un primer momento dudé en si subir, atraída por contemplar la mirada de aquel chico desconocido, pero la idea pronto fue descartada. Sería una verdadera tontería.

Pasó media hora, yo ya había consumido mi zumo y la taza de leche. A mi libro a penas le quedaban unas páginas para ser finalizado. En aquellos días, la mayoría de gente utilizaba esas eBooks, introducían una tarjetita y leían un libro pulsando la pantalla plana para subrayar, pasar página, o lo que quiera que hicieran esas maravillas. Me parecían bien, yo misma tenía uno. Pero esa sensación de abrir cientos de hojas y mojarte el dedo para posarlo en una lámina de celulosa era única. Por eso me gustaba ir a leer los libros que había recuperado de un baúl de mi abuela a la cafetería de los dolores, que desprendía un agradable olor a madera.

Francisco de Quevedo se encontraba entre mis manos cuando oí unos pasos ligeros pausarse en cada escalón. Mi corazón se aceleró inconscientemente al saber que era el chico de las gafas de pasta, y que pronto se pasearía frente a mis ojos.
Intentaba sosegarme mientras él caminaba tranquilamente hasta la caja. Miré su mano cuando le entregaba un billete a Elisa y acomodaba la correa de su maletín a la forma de su hombro.
Mi yo interior gritaba para evitar que se fuera sin más, pero calló en cuanto vi que me miraba y dedicaba una abierta sonrisa, justo antes de girarse e irse.
Lloré, me emocioné, y titubeé por dentro. Pensando en aquel chico que en tan poco tiempo hizo que toda la ilusión que había perdido desde la última vez que estuve con un chico, en esa misma cafetería, renaciera sin ningún tipo de miedo a las consecuencias.
Pero, claro, ¿qué consecuencias habría? Si, tal y como había entrado en mi vida, se fue…